Andrés el ciempiés



Cuento sobre un ciempiés que nunca dejaba de andar


Andrés siempre estaba andando. Caminaba con sus patitas cortas y nunca, nunca se paraba. Caminaba cuando llovía, cuando el sol le calentaba la espalda o cuando soplaba el viento. Caminaba de noche, cuando las estrellas te guiñan el ojo desde el cielo, y también de mañanita cuando la luz se está desperezando recién levantada de la cama. Caminaba por la arena fresquita de la playa y por las piedras, por la hojarasca y por las aceras, incluso utilizaba las ramitas que flotan en los riachuelos como puentes colgantes.

-Adiós Andrés, ¿adónde vas tan deprisa? - le saludaban los animales que se cruzaban con él.

-Buf, buf - les respondía Andrés, sin apenas pararse y con la cabeza agachada para ver por donde pisaban sus cientos de patitas y no perder el camino.

En realidad nadie sabía qué dirección seguía Andrés, ni porqué se pasaba todo el día en movimiento. Entre nosotros, la verdad es que ni él mismo lo sabía muy bien. Sólo pensaba que escuchar el ruido de sus pasitos le hacía sentir bien. El avanzar, poquito a poquito, le parecía una maravilla aunque no tuviese claro hasta dónde quería llegar.

-¿Porqué no te paras un rato, descansas y te tomas un refresco con nosotros?-  le decían los gusanitos mientras Andrés les pasaba rápido a su lado, casi sin mirarles.

-Buf, buf, no puedo, tengo que llegar a esa esquina antes de que se haga de noche - respondía.

-¿Y después, cuando llegues allí? – le preguntaban.

-Después……siempre habrá otra esquina un poco más adelante- y sus patitas seguían moviéndose todas juntas, con un ritmo casi perfecto, como bailarinas de ballet, tip, tap, tip, tap, tip, tap.

Con la colaboración de Pedro Surja

Ilustración: Ana del Arenal
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La oveja peluda


Dibujo de una oveja con mucha lana que no quiere ser esquilada
Dibujo: Ana del Arenal

En un campo no muy lejano, donde el calor empezaba a notarse, las ovejas comían hierba fresca y palos secos. Esos días esperaban con ganas la llegada de la esquila. ¡Era como ir a la peluquería! 


Tanta lana empezaba a molestarles y deseaban quitársela para andar más ligeras por el campo. Todas menos Peluda. Era una oveja friolera y no quería que le cortaran su melena de lana.

-Mmmmm- pensaba el pastor- a Peluda si le quitamos la lana habrá que hacerle un jersey para que no pase frío.
-¿Y si le dejamos su lana?- le propuso el hijo del pastor- así no tendremos que tejerle un jersey porque ya estará abrigada. 

Y pasaron varios veranos y Peluda era la única oveja que no se esquilaba y su lana crecía y crecía. Hasta que llegó un momento en el que le pesaba tanto que no podía moverse, y ya no salía al campo, y se quedaba sola en el redil. 

El hijo del pastor se empezó a preocupar. Peluda era su oveja preferida y ya no quería jugar con él. Además, su lana cubría sus ojos y su boca, y ya no podía ni ver ni comer. Así que una noche, mientras Peluda dormía, decidió esquilarla sin que se diera cuenta. 

A la mañana siguiente, ¡qué susto! Las ovejas no veían a Peluda, pensaban que se había escapado. 

-Soy yo beeeee, balaba Peluda.
-¡Pero si no tienes lana!, le dijo extrañado el  papá carnero.
-Se me ha debido de caer por la noche, porque ya pesaba mucho, le explicó Peluda sin saber realmente lo que había pasado.

Y corriendo salió al campo a comer hierba fresca y a jugar con las otras ovejas. ¡Qué divertido era y qué bien se sentía ahora sin ser una oveja peluda! Aunque las ovejas le seguían llamando Peluda, porque a pesar de estar esquilada, el pastor siempre le dejaba lana en la cabeza ¡para que se viera guapa y abrigada!


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La selva de la risa



Historias de los animales de la selva


Había una vez una hiena esbelta, con sus motitas marrones, a la que le encantaba hacer trastadas a los animales de la selva para luego reírse a carcajadas. Le ponía la zancadilla al conejo, rompía la rama en la que estaba durmiendo el búho, despertaba al oso mientras hibernaba…

Pero solo la hiena reía, porque a los animales no les hacían gracia sus travesuras.

- Soy una hiena y ya sabéis que los sonidos que emito han de ser carcajadas, y hacer trastadas me ayuda a reírme.

Es verdad, en todas las selvas, las hienas se ríen a carcajadas.

Pero no podían seguir así, debían enseñarle a reírse con otras cosas. Así que empezaron a contarle chistes, y ella se reía, le hacían muecas divertidas y no dejaba de carcajearse, le hacían cosquillas y pedía que pararan sin poder casi hablar de la risa… Y lo mejor de todo es que, además de reírse ella, con ella también se reían los demás animales.

Así que la hiena dejó de hacer trastadas y empezó a hacer cosquillas, y a hacer muecas. Y en la selva ya solo se oían carcajadas. Ni aullar, ni piar, ni rugir… ¡se había convertido en la selva de la risa donde todos los animales reían sin parar! Y ya no se distinguía si la carcajada era de la hiena, del cervatillo o de la lechuza.

Ilustración: Ana del Arenal